Hay una carta o perfil muy emotivo que escribió Gabriel García Márquez a su amigo muerto Julio Cortázar. Escrito con una ternura infinita, nació del recuerdo de dos viajes. El primero, a Praga. Viajaban en tren cuando el escritor Carlos Fuentes le preguntó al porteño, apasionado y loco por el jazz, cómo fue que introdujeron el piano en el género. Al parecer, Cortázar dio un tratado sobre la cuestión y se sintieron como alumnos en una clase maestra. La aventura se alargó durante horas sin condenarles al aburrimiento. El segundo, en Managua. Cuando Cortázar pronunció un discurso en pleno proceso sandinista.
“Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también los que mejor lo definían”, escribió el maestro colombiano. “Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer”.
Hijo de un funcionario de la embajada argentina en Bélgica, Julio Cortázar no llegó a Argentina hasta los cuatro años. Allí pasó su infancia y allí conoció los relatos de Edgar Allan Poe, que le producían pesadillas. Qué orgullo sintió cuando, muchos años después, ganó algún dinero traduciendo del inglés al autor maldito. Desde muy pequeño era escritor. Sin embargo, el camino de la publicación le llegó a los 37 años, con Bestiario. Hay cuentos maravillosos en ese libro como Casa tomada, que tan sutilmente nos introduce en la realidad de un pueblo cautivo de su situación política. Claro que esta es solamente una de las interpretaciones posibles. El estreno tardío de Cortázar es –todavía hoy– una esperanza para los escritores jóvenes, para que no caigan en el desaliento o en el desconsuelo y sean pacientes pero perseverantes.
Hay algo de hechicero en Julio Cortázar. Serán sus ojos separados como en las águilas y las serpientes, su mirada arqueada y triste, su fisionomía larga y estrecha con unas manos demasiado grandes. En una famosa entrevista para TVE, el magnífico Joaquín Soler Serrano le preguntó por un rasgo muy marcado en su carácter: “Tienes fama de haber sido un solitario”. Cortázar sonrió levemente y afirmó con la cabeza. “Me da un poco de tristeza tener que contestarte porque, evidentemente, yo sé que hay una especie de desgarramiento en mí”, concedió. “Soy por naturaleza solitario. Me siento bien solo. Puedo vivir largos periodos solo”.
Aquello, explicó, fue cambiando con su traslado a Europa, donde descubrió al prójimo. “En ese momento lo que yo reivindicaba como un derecho y casi un orgullo, el hecho de que me dejasen en paz y estuviese solo, se convirtió en un sentimiento de culpa”. Y continuó: “Es un poco como el doctor Jekyll y mister Hyde. Digamos que el solitario es mister Hyde, el malo. El doctor Jekyll es el que trata de hacer alguna cosa. Hay un enfrentamiento y me sucede que a veces en grandes reuniones y encuentros humanos muy bellos me siento muy bien, pero hay un momento en que mister Hyde me dice en el oído: ‘Hombre, ¿y por qué no estás escuchando un disco tranquilo en tu casa?’.
Voy a contar una anécdota. Las fotografías a Julio Cortázar más icónicas se las hizo Alberto Jonquières, que vive en Valencia y es el hijo de su casi hermano Eduardo Alberto –hay incluso una obra publicada con la correspondencia compartida entre ellos: Cartas a los Jonquières–. Un amigo tuvo la ocasión de entrevistarlo para un blog que montamos en la universidad y le comentó que, a menudo, le preguntan por esas fotografías. ¿Dónde estaba? “En su casa”. ¿Qué hacía? “¿No ves que fumaba una pipa?”. Alberto tiene ese atributo de llamar blanco a lo que es blanco y recordaré siempre la respuesta que le dio a mi amigo cuando, muerto de curiosidad, le preguntó cómo era Cortázar. “Era un tío majo y muy grandote y tocaba muy mal la trompeta”. Él, tan frío y directo, arrancó la mística de raíz: no hay héroe que sobreviva a la palabra honesta de un amigo. Tampoco Julio Cortázar.
Fuente: http://theobjective.com